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CORONAVIRUS

12 de abril de 2020

Un médico rosarino en Madrid decide entre la vida y la muerte

Julián Crosa jamás imaginó los efectos dramáticos del coronavirus. Le dijeron que podía sufrir estrés postraumático.

00:00 hs - Domingo 12 de Abril de 2020

A Julián le gustaría tener una máquina del tiempo. No para trasladarse a su feliz infancia en Cañada de Gómez. Tampoco para revivir aquellos años universitarios de estudio y diversión en Rosario. Quiere viajar tan solo unas semanas atrás, a fines de febrero, para decirse a sí mismo que deje de usar la palabra exagerado para referirse al coronavirus. “Es una simple gripe”, repetía, ingenuo, aquel Julián cuando en España (país en el que está radicado desde principios de 2018) empezaba a crecer el temor por el coronavirus. Se lo decía a Carolina, su mujer, a su familia y amigos en Argentina, y a algunos colegas. “Si el Julián de febrero escuchase al Julián de marzo diría que es un paranoico. Lamentablemente, el que lleva la razón es el de marzo”, dice desde su casa, en su día de franco, tras unas guardias médicas que difícilmente olvidará.

Julián se apellida Crosa Ruíz (en España se usan ambos apellidos, del padre y de la madre), es rosarino, tiene 32 años y es cardiólogo. Estudió la carrera de Medicina en el Instituto Universitario Italiano de Rosario. Hizo su residencia —y fue jefe del departamento— en el ex Sanatorio Julio Corso. Trabajó en Los Arroyos, en el Sanatorio Centro, e hizo guardias de terapia intensiva en efectores de San Nicolás y Ramallo. Se especializó en electrofisiología (ciencia que estudia los procesos eléctricos que transcurren en el corazón) y no dudó en armar las valijas para perfeccionar su formación en el exterior. El destino: Madrid.

Llegó solo. Con su pasaporte argentino y su título bajo el brazo. Más tarde viajó Carolina (también médica) y fruto del reencuentro nació Tabaré. Los primeros tiempos fueron duros. Julián se dividía entre su formación en el Hospital Universitario Fundación Jiménez Díaz y el trabajo ad honórem en la unidad de arritmia de la clínica privada La Luz. Al no poder homologar su título —el trámite salió recién a principios de este año—, no pudo conseguir ningún contrato formal. La familia tiró de los ahorros para sobrevivir.

La moneda empezaba a cambiar de cara en este 2020. Al regularizar su situación, en la clínica privada le iban a hacer su primer contrato. Pero apareció el conoravirus, la eclosión de la pandemia en España, y la firma quedó pospuesta para más adelante. “No lo podía creer. Tenía mucha bronca. Porque además para esas fechas cancelaron un congreso al que iba a asistir en Valencia. Pienso que ese enojo también hizo mella en mi escepticismo inicial con el virus”, reconoce.

Julián, como todos los españoles, se encerró en su casa para acatar el Estado de Alarma, una medida que sigue vigente, al menos, hasta el 26 de abril. Su teléfono sonó a los pocos días de decretarse el confinamiento. Sus jefes lo necesitaban. Por el colapso en la sanidad pública, el gobierno decidió intervenir los sanatorios privados, ajenos hasta ese entones a la pandemia. Los pacientes con coronavirus (la mayoría derivados de hospitales públicos) empezaron a llenar todas las plantas de la clínica La Luz. Se cancelaron todos los procedimientos programados y se dejó tan solo un corredor para urgencias ajenas al virus. Actualmente, hay más de 130 enfermos internados con Covid-19 (cuatro plantas enteras), de los cuales 20 están en terapia intensiva.

“Cuando empecé a trabajar mandé audios a amigos y a la familia en Argentina diciendo que no era una gripe común y que es un virus para cagarse en las patas. Yo pensaba que nada me iba a sobrepasar, acostumbrado a trabajar en unidades coronarias en las que se te mueren pacientes todo el tiempo. Pero me choqué con la realidad. Todo fue más duro de lo que esperaba”, dice.

La segunda subestimación al virus llegó puertas adentro de la clínica, ya con el Equipo de Protección Individual (EPI) que por estos días usan médicos y enfermeros: “Los psicólogos nos habían adelantado que podíamos sufrir síndrome de estrés postraumático, igual a los combatientes de una guerra. Recuerdo que ese día llegué a casa y le dije a Caro que todo me parecía bastante exagerado, que yo de arriba estaba bastante entero. La verdad es que se me quemaron los papales en la primera guardia en terapia intensiva”.

Esa noche, Julián tuvo que ser “Dios y juez”. Tuvo que decidir a quién otorgarle una cama y un respirador, a qué paciente darle la oportunidad de vivir, y a cuál dejar en una silenciosa agonía. Ese “filtro”, tan común en la medicina de guerra, se convirtió, lamentablemente, en una práctica común entre los médicos españoles. En medio del colapso, la esperanza de vida define el destino de muchos enfermos.

Julián dice que el “desgaste físico es lo de menos”, que todo médico está preparado para “poner el cuerpo”. Pero que ninguna formación, ninguna residencia, ninguna especialización prepara “la cabeza” para una situación límite como la que se vive hoy en día en los hospitales españoles. Restringido el acceso de los familiares, los profesionales sanitarios son el único sostén emocional de los enfermos.

Sobre el virus, dice que lo más preocupante es cómo personas que están estables “empeoran de un momento a otro”. “Pacientes que están en la franja de los 60 se mueren en nada”, lamenta. El patrón de complicaciones que ve en su clínica es el mismo que se repite en la mayoría de los hospitales del mundo: enfermos de edad avanzada con patologías previas. “Pero ojo que nadie está a salvo. Me tocó atender a un muchacho de 37 años, sano, que entró a la clínica sin aire”, aclara.

Julián dice tener una sola recomendación para los argentinos que lean su testimonio de vida: “Por favor, quedate en casa”.

 

fuente: la capital

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