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14 de octubre de 2020

Con cartas abiertas o videos, productores reclaman cordura a la clase política

El fin de semana un docente e investigador de la UNL hizo público un texto -que aquí reproducimos completo- cuyo título dice todo: “Cómo el aislamiento obligatorio asesinó a mis padres”. En Chaco anoche un chacarero se filmó mientras trillaba para que le permitan volver a su casa luego de las 20 horas.

La restricciones a la movilidad de la ciudadanía como herramienta contra la dispersión de la pandemia ha causado un enorme perjuicio a la población. A medida que el tiempo transcurre esos daños van saliendo a la luz y a pesar de ello las autoridades insisten e intensifican estas medidas, como la anunciada el viernes de prohibir la circulación entre las 20 y las 6hs hasta el 25 del corriente en las zonas del país con mayor nivel de contagios.

 

Justamente uno de esos distritos es Chaco, donde la sequía está haciendo estragos. Gustavo Weguera, productor en Colonia La Macota, próximo a Saenz Peña, es uno de los pocos que pudieron entrar a trillar el trigo, mientras que en la provincia se calcula que el 85% del cultivo se perdió. Anoche, mientras trillaba, se dio cuenta que el trabajo finalizaría después del “toque de queda” de las 20hs y decidió hacerle, a través de un video en la cabina de la máquina, un pedido público a su gobernador. “Déjenos pasar, estamos llevando el trigo para la mesa de los argentinos”, imploró. 

Mucho más dramático es el caso del docente e investigador de la Facultad de Agronomía de la UNL, Gonzalo Berhongaray, quien el sábado difundió un escrito cuyo título “Cómo el aislamiento obligatorio asesinó a mis padres” es más que explícito. Oriundo de Mendoza, hace muchos años vino a Esperanza a estudiar y, como suele ocurrir con tantos estudiantes, se asentó y formó familia. El texto que reproducimos debajo de estas líneas refleja el dolor de quien pierde a sus seres amados, al tiempo que describe las implicaciones “colaterales” de medidas sin sustento que se toman antojadizamente desde la política y con total impunidad.

 

Cómo el aislamiento obligatorio asesinó a mis padres

 

Fueron las restricciones a las libertades humanas fundamentales –y no el Covid-19– las que provocaron la muerte de mis padres. El experimento social que se está desarrollando en la Argentina es mucho más dañino que el virus. Y la dimensión completa de las consecuencias finales del mismo aún están por verse.

 

Mis padres residían en una finca en San Rafael, Mendoza, donde nos criamos junto a mis dos hermanos: uno que vive en esa misma provincia, mi hermana –con cinco meses de embarazo– que se encuentra en Mar del Plata y yo en la ciudad de Santa Fe. Nunca imaginamos que semejante dispersión geográfica sería un inconveniente para volver a vernos. Pero lo fue cuando el “aislamiento obligatorio” implementado en marzo pasado hizo que desde entonces muchas provincias y municipios comenzasen a comportarse en los hechos como jurisdicciones independientes en las cuales las normas discrecionales quedaron libradas a las voluntades de los jefes provinciales, comunales y policiales locales.

 

Mi madre, ya jubilada, nunca se perdía ningún acontecimiento importante relativo a sus nietos. Uno de mis tres hijos comenzaba en marzo primer grado y ella quería viajar, como lo hacía usualmente, en colectivo para pasar luego una o dos semanas con nosotros en la ciudad de Santa Fe. Ya había comprado los pasajes cuando le pedí que los devolviera porque los medios de comunicación comenzaban a poblarse de noticias sobre un virus peligroso que se extendía por todas las naciones del orbe. Si pudiese volver el tiempo atrás, alertado por la desintegración territorial que venía en camino, le diría seguramente que viajase cuánto antes junto a mi padre para estar con nosotros. Pero por entonces no había manera de advertir la degradación en ciernes.

 

“No te preocupes, vieja”, dije. “En Semana Santa estamos por allá”. Así lo hacíamos todos los años. Pero esta vez no pudo ser. La soledad comenzó a resultar un peso importante en la salud mental de mi madre, quien estaba a acostumbrada a llevar una vida social muy activa en Mendoza. Cada semana que pasaba era una tortura estar lejos de su familia y sus afectos.

 

Hicimos todo lo posible para mantener contacto permanente por medios virtuales, pero la realidad es que mi trabajo y el mi esposa se multiplicó durante los primeros meses de la “cuarentena”, mientras nos adaptábamos al uso permanente de plataformas digitales para cumplir con nuestras responsabilidades laborales.

 

Mi madre no aguantó más y en mayo tramitó un permiso para viajar con su automóvil hacia La Pampa, donde residía su madre, quien, con 82 años, había quedado sola para atravesar el encerramiento obligatorio.

 

La creciente angustia le provocaba insomnio y el uso nocturno de redes sociales era testimonio fiel de ese problema recurrente. Quizás se quedó dormida. Quién sabe. Pero jamás llegó a visitar a su madre.

 

Mi hermano me avisó que mamá estaba internada en coma luego de accidente vial. Me desesperé. Comencé a intentar tramitar un permiso para poder viajar los más de 1000 kilómetros necesarios para poder acompañarla. Pero los burócratas que diseñaron el experimento social argentino –en vigencia– no habían habilitado ninguna posibilidad de acercamiento entre familiares que estuviesen atravesando circunstancias críticas.

 

En el medio de esa búsqueda frenética para cumplir con el mandato más básico presente en la naturaleza humana –acompañar a un ser querido durante una convalecencia– mi hermano me comunicó que mamá había fallecido. Decidimos junto con mi esposa que todos, los cinco integrantes de la familia, iniciaríamos el viaje desde Santa Fe hacia Mendoza para que los nietos pudiesen despedir a la abuela.

 

El viaje se hizo por demás extenso porque nos encontramos con controles policiales en las diferentes jurisdicciones de cada provincia. En todos fuimos detenidos y, con el certificado de defunción que me había remitido mi hermano desde Mendoza, explicamos, imploramos y lloramos todos para que nos dejasen avanzar para dar el último adiós a mi madre. Creo que jamás me había sentido tan impotente frente al uso discrecional de una autoridad. Parecíamos inmigrantes ilegales tratando de ingresar a diferentes países sin la documentación correspondiente.

 

La campaña mediática del miedo había dado buenos resultados y muchas estaciones de servicio localizadas en las rutas no nos dejaban comprar alimentos ni bebidas. Pasamos hambre cuando se acabaron las provisiones propias.

 

Cansados ya de tener que rogar que nos dejasen pasar al atravesar el territorio santafesino y cordobés, no sabíamos que le peor estaba por llegar cuando llegamos al límite con la provincia de San Luis, donde nos encontramos con un campamento de personas y familias que esperaban días e incluso semanas la posibilidad de poder atravesar la custodiada frontera de esa jurisdicción.

 

Luego de seis horas de espera y hambre, abastecidos solamente de agua provista por una canilla de uso público de los acampantes, nos permitieron atravesar la provincia de San Luis con vigilancia permanente de diferentes móviles policiales que se iban pasando la posta cada tanto. Tardamos más de siete horas en hacer un viaje que usualmente no demoraría más de tres.

 

Cuando llegamos a Mendoza, nos informaron que debíamos irnos a un hotel en la ciudad capital para realizar una “cuarentena” de dos semanas con un costo, que correría por nuestra parte, del orden de 150.000 pesos. Rogamos nuevamente por hacer valer nuestro derecho constitucional y natural de circular libremente hasta la finca de San Rafael, donde nos estaba esperando nuestro padre, quien para entonces estaba atravesando una fase depresiva profunda.

 

Afortunadamente, se apiadaron de nosotros y nos permitieron seguir viaje, nuevamente escoltados por patrulleros, quienes se aseguraron que no tomásemos contacto con nada ni nadie en el territorio mendocino. Un policía se compadeció de mis hijos y le compró una pizza para que pudiesen tener algún alimento hasta llegar a destino.

 

Permanecimos dos semanas en la casa mi padre, brindándole la compañía necesaria, para luego regresar hacia Santa Fe. La vuelta fue mucho más sencilla porque, al evidenciar que estábamos viajando hacia nuestro hogar, los controles policiales nos permitían avanzar sin necesidad de implorar hasta el llanto.

 

La promesa era volver para las "vacaciones de Julio". 

 

El 17 de agosto mi padre decidió quitarse la vida. En la última carta que escribió pidió perdón, pero nos aseguró que no podía vivir en soledad sin la compañía de mi madre. Mi padre no pudo, como tenía antes de la instauración del encerramiento obligatorio, contar con el acompañamiento profesional necesario para poder sobrellevar su enfermedad.

 

Las listas de muertos por Covid-19, que muchos medios de comunicación informan diariamente con entusiasta dedicación, deberían ir acompañadas por todos los fallecidos a causa del aislamiento impuesto por el Estado con la excusa, irónicamente, de preservar la salud de la población. Si ese fuera el caso, seguramente nos llevaríamos una sorpresa por el número de víctimas. Una sorpresa no precisamente agradable.

 

Gonzalo Berhongaray

Investigador CONICET

Docente de la Facultad de Ciencias Agrarias UNL.

Miembro del equipo de I+D de CREA.

 

PD: hoy 10 de Octubre tenía pensado estar con mi padre festejando su cumpleaños. No mandando esta carta.

 

PD2: mi abuela sigue aún sola en La Pampa, ninguno de sus nietos ni bisnietos puede visitarla.

 

PD3: agradezco enormemente a Ezequiel Tamborini por ayudarme a escribir esta carta.

Fuente:Campo Litoral

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