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OPINIÓN

9 de mayo de 2022

El extraño caso de la habitación 421

9 - Esplendor, misterio y ocaso del edificio del Plaza Ritz

Allá por el mes de marzo de 1954, el Hotel Ritz quedó desocupado. Era extraño. Muy extraño. Nunca había sucedido desde la inauguración en diciembre de 1928 y eso que en su vida el hotel atravesó momentos complicados, crisis financiera, golpes de estado, guerra mundial. Siempre hubo hospedados.

De las ciento veinte plazas habitacionales (tal como se lo promocionaba), quedaban sólo dos habitaciones ocupadas, una familia de las colonias en la habitación 257 y un hombre solo en la habitación 134. Nadie más. Luego de una semana sin registros ni llamados, los administradores comenzaron a desesperar.

Averiguaron en los hoteles de la zona, y la registración seguía constante. No se publicitaron promociones ni descuentos especiales en ningún lado. Las agencias consultadas estaban sorprendidas, tan sorprendidas como los administradores. El Hotel RITZ no tenía reservaciones y ya.

Los empleados, asustados, en constante asamblea. Alguien sugirió convocar al Padre Pedro, el cura de la Iglesia San Juan Bautista. Una bendición no haría ningún daño y quien dice, a lo mejor, destrabaría la situación. La propuesta fue por todos aceptada.

 

El padre Pedro llegó por la tarde de un primero de abril tormentoso. Caminó por todos lados, seguido por una procesión de empleados de turno y algunos otros que habían llegado especialmente. Ungió con agua bendita el primer piso, el comedor, el ascensor, el privado, el sótano, las dependencias de la cocina y hasta la escalera de ingreso.

Cuando la comitiva lo invitó a seguir por los pisos superiores, dio una excusa liviana para salir del paso y con agradecimiento, bendiciones y sonrisas, abrió su enorme paragua blanco y se marchó. Todos quedaron sorprendidos. En el desbande de la procesión se escucharon diversos tipos de argumentos, tan razonables como insólitos para un cura en función de advocación.

Los días siguientes pasaron sin grandes cambio y el desértico entorno se mantuvo incólume. El teléfono no sonaba y la recepción era un bostezo sostenido.

Ana María, la mucama del tercero, propuso al gerente convocar a doña Jerónima, la curandera de Barrio San Lorenzo. El hombre no estaba convencido. Que la gente vea entrar a una curandera para destrabar la clientela del Hotel más elegante de la región, no parecía lo más adecuado.

Debía consultarlo con los administradores. Al primer intento, el gerente fue autorizado. Doña Jerónima, más que curandera, parecía un ama de casa común y silvestre. Pelo largo y entre cano atada con un moñito color azul, amplio vestido suelto, de esos que se usaban en el barrio para hacer los mandados, un rostro aindiado aún juvenil y un rosario de cuentas blancas que giraba dibujando arabescos en su mano derecha.

Se presentó, saludo uno por uno a todos los empleados presentes en el hall central y pidió caminar sola por todo el hotel. Alguien comentó por lo bajo que fue mucho más amable que el Padre Pedro. Detalle sin importancia.

Imagen de una de las antiguas habitaciones del hotel, la que daba a la calle. Foto: Gentileza

A las dos horas, cuando la asamblea de empleados en el hall se comenzó a inquietar, Carlitos recibió el llamado del ascensor desde el cuarto piso y, ante la falta de clientes, el grupo advirtió que era ella. Doña Jerónima bajó del ascensor circunspecta y se dirigió hasta el mostrador de reservas. Las miradas se fueron con ella.

- ¿Cómo le fue señora? Saltó el conserje, anticipándose al gerente que desde el otro extremo del hall venia hacia ellos.

-Bien. Contestó la curandera. ¿Dónde está Ana María? Preguntó girando su torso hacia el amplio espacio de ingreso.

- Debe estar en su trabajo, dijo el gerente, fastidioso.

- Necesito hablar con ella.

La confusión se apoderó del hall central. Hasta que, al cabo de un interminable instante, se escuchó al gerente con su voz firme y grave.

- Carlitos, búscamela a Ana María y decile que baje.

El ascensor volvió a subir y a los pocos minutos, como si estuviera esperando ser convocada, Ana María llegó y caminó hasta el mostrador sin evitar que se note cierta infrecuente arrogancia.

La curandera se le arrimó y le susurró algo al oído. Luego, saludo atentamente, bajó las escaleras y se marchó por calle San Martín hacia el sur.

Inmediatamente todos rodearon a la mucama en su instante de gloria. Fue el conserje que se anticipó a preguntar.

- ¿Qué te dijo Ana?

- Dijo que hay que clausurar la habitación 421. Hay que cerrarla para siempre.

- ¡Ni loco! Cortó el gerente. Ninguna habitación se cierra, en temporada todas se usan y más la 421 que es de las grandes y con vista a San Martín.

 

Pasaron los días. Llegó mayo, en algo se activó el pasaje, pero seguía muy escaso, comparado con otras temporadas y otros hoteles. Ya en junio, el gerente convocó a la asamblea de empleados, con el aparente fin de evitar un motín a bordo, que comenzaba a olfatearse.

 

Pero, sorpresa, se apersonó uno de los administradores, desconocidos por la mayoría.

 

- Hay que cerrar la habitación 421. Ordenó con voz de mando y se retiró sin decir nada más.

 

Así se hizo. A los pocos días, el teléfono comenzó a sonar como de costumbre y, en breve, el Hotel Ritz volvió a su tránsito habitual. Ante la evidencia, el gerente, seguramente por orden de los administradores, volvió a llamar a Doña Jerónima.

 

Se cuenta que ella rechazó todo ofrecimiento económico. Sólo ante la insistencia, solicito algo sorprendente. Hospedarse una semana con su hija menor de apenas 8 años en la habitación 421.

 

Transcurrido el plazo donde ni ella ni la niña asomaron la cabeza de la habitación. Volvió a llamar a Ana María y le insistió que esa habitación debía quedar clausurada. Así se hizo. Nunca más nadie se hospedó en esa habitación. Al menos mientras el edificio fue hotel, luego sí. Pero esa, esa es otra historia.

Fuente:El Litoral

 

 

 

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