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OPINIÓN

13 de noviembre de 2020

El egoísmo no tiene vacuna

Era un sábado por la noche cualquiera. La jornada laboral había terminado como tantas otras veces y era el momento de disfrutar el recreo de la cena en casa. Cuchillo y tenedor en mano, el primer trozo de asado pareció no tener sal, fue sin exagerar como masticar telgopor. Enseguida un trago de cerveza arrojó la sensación de beber agua de pozo. Como si la bebida malteada no tuviera gas, ni el clásico sabor amargo que recorre la garganta. No hizo falta hisopado, ni someterse a ningún estudio para corroborar que el coronavirus estaba haciendo de las suyas. De la nada, sin dar ninguna alerta, estos síntomas anticiparon unos diez días de intenso dolor corporal y de "sentir" las mordidas de dos rottweiler en la sien.

El aviso al 0-800 de la provincia de Santa Fe sirvió para conocer los pasos a seguir y de inmediato alertar a los contactos estrechos para que activen el aislamiento. Por suerte tocó un cuadro leve, sin complicaciones en las vías respiratorias. Pero por desgracia no siempre es así y la letalidad es una opción constante y sonante.

Aquellas imágenes crueles de la pandemia que a principios de año parecían lejanas porque provenían de Europa o Asia, ahora hace rato que están entre nosotros, acá en Rosario, en nuestro barrio, a la vuelta de la esquina, en nuestra casa, en nuestro cuerpo.

Y respetando todos los recaudos preventivos también te puede alcanzar el contagio, incluso extremando los cuidados y solo saliendo del domicilio para ir a trabajar. La diferencia está en que no todos después lo pueden contar.

Como la vecina de apenas 38 años que era la mujer de tu amigo y que vivía a dos casas de la que vos naciste. A ella el Covid no la perdonó y se apagó para siempre. Tal vez por eso duelen más las imágenes de las aglomeraciones inexplicables de personas que en busca de diversión no hacen más que activar una bomba viral de consecuencias muchas veces irreparables.

Por si hacía falta la pandemia remarcó cruelmente la cancha y puso a la humanidad en su lugar. La vida no tiene garantías y la salud tampoco. Y mucho menos si se camina por la cornisa de no cumplir a rajatabla con lo que los médicos y epidemiólogos advierten para amainar el temporal. La vida no es para toda la vida y muchos menos ahora.

Cuando los fallecidos tienen un rostro conocido, caminaban por la misma vereda y compraban el pan en la misma panadería suele tomarse mayor conciencia. Aunque a veces esto tampoco alcanza y muchos actúan con la prepotencia de creerse inmortales. La vacuna tal vez frenará al virus, pero difícilmente nos hará más solidarios. El egoísmo y la imprudencia no tienen vacuna.

Fuente:La Capital

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