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PANDEMIA

25 de marzo de 2020

La prevención del virus se choca con la realidad de los barrios más pobres

Mientras el centro permanece desierto, por fuera de los bulevares salir a "hacer el mango" o a conseguir agua potable obliga a estar en la calle.

“Quedate en casa”, “lavate las manos con agua y jabón”, “ventilá los ambientes”, se escucha y se lee con insistencia en días de pandemia. Pero la invitación, la orden, el slogan, el cuidado se muerden la cola cuando se trata de aplicarlos en los barrios que exceden los bulevares. ¿Cómo quedarse dentro de un espacio que etimológicamente significa precisamente “afuera” y donde muchas veces la vereda, la casa, el hogar, el lugar de trabajo y supervivencia son la misma cosa? ¿Se viven del mismo modo la cuarentena y el aislamiento general en el centro y en los barrios de Rosario? “No”, definitivamente, retratan los vecinos. Y cuentan cómo la falta de ingresos, de agua, de vivienda adecuada o de todas esas cosas a la vez son un límite con el que se estrellan las campañas de prevención.

Mientras el centro parece cerrado a cal y canto, en los barrios el cuidado no es menor. Pero aún se camina, se saluda, se pone alguna que otra silla en la puerta y conviven perros, bicicletas, caballos y motitos en el mismo sendero. Eso sí, no se escucha música. Si algo se comparte en estos días por la urbe es el silencio. Como de domingo. Cada día, temiblemente, parece domingo.

En los monoblocks de barrio Rucci, allí en el noroeste donde es famoso el cura Ignacio, el tiempo parece corrido de eje.

Los comercios decidieron unánimemente abrir ayer de 8.30 a 15 y el paisaje se nutre, en ese horario, de mujeres (en su mayoría), de toda edad, con las bolsas de compras, haciendo cola a buena distancia.

Así se las ve en el centro comercial del barrio, de Peirano al 2600. Una tras otra cuenta que entra y sale de sus casas y que ya se empieza a ver alguna falta de provisiones. “Sobre todo las marcas más baratas de leche, harina y azúcar, y escasea el alcohol en gel o se consigue muy caro: a 200 pesos la botellita chica”, comenta Liliana Pérez, con una madre de 88 años que la ayuda a sobrevivir con su jubilación y una hermana discapacitada. “Trabajo cuidando enfermos, pero nadie me llama en estos días, si esto sigue así veré si puedo obtener el subsidio que anunció el presidente (Alberto Fernández)”, se esperanza la mujer, como tantos otros vecinos del barrio.

 

A la entrada del mercado —donde la farmacia permanece cerrada, pero la carnicería y la verdulería están abiertas— está apostado Carlos Leiva, un vendedor ambulante de artículos de limpieza sin marca que él mismo envasa. Réplicas de desinfectante de ambientes, lavandina en gel o común: todo cuesta entre 20 y 40 pesos la botella. “¿No tiene un barbijo para darme? No tengo nada para protegerme”, pide el hombre a las periodistas de La Capital, antes de explicar el dilema que se le plantea por estos días: si no sale a vender a la calle, no comen, ni él ni su familia.

Una situación similar es la de José Luis Flores, el no vende en el barrio, sino que espera el colectivo 142 para ir a ofrecer bolsas de consorcio timbreando en el centro. Dice que no le cayó la venta en estos días porque él tiene su clientela fija. “¿Alcohol en gel para mantener las manos limpias? No, llego a casa y me baño y repaso los zapatos con lavandina”, dice el hombre que hace tiempo se quedó sin trabajo en un súper y hace “la calle” para garantizarse un ingreso.

Frente al mercado sale de un monoblock un hombre que cualquiera podría ubicar entre la población de riesgo. Se llama Eduardo Gray, tiene 76 años y va caminando solo al banco porque no le queda otra. "Quiero ver si me depositaron algo de plata", comenta. Dice que fue visitador médico, que es viudo y cobra la mínima. Hace la salvedad de "voy y vengo", cuenta que en su casa se aburre, que no usa el wasap porque no lo entiende nada y que tiene dos hijos con los que se comunica por teléfono fijo.

En una esquina, a la sombra, descansa Javier, el colectivero de la línea 103 Roja, que acaba de terminar su recorrido. “Subí a seis personas en tres horas. En el centro, nadie, en los barrios se respeta menos la cuarentena. Pasé por Casiano Casas, no se ve que la gente esté fijándose mucho en eso de las distancias”, evalúa.

A pocos metros de allí, una suboficial sale del destacamento del barrio (la ex comisaría 34ª). Dice que su trabajo creció ya que pasa mucho tiempo contestando dudas de los vecinos respecto a las medidas de protección contra el coronavirus pero que todo está en calma. “Por ahí pasan dos charlando, yo debería retarlos, pero bueno caminan, compran y vuelven. Después de las 15 no hay nadie por la calle y acá, a diferencia del centro, me parece que la gente es más solidaria, se conocen todos”, dice la mujer antes de reconocer que cuando llega a su casa se baña y pone todo el uniforme a lavar.

Agua por gotas

En Nuevo Alberdi, la zona rural de ladrilleros bien al norte de la ciudad, la falta de agua y de trabajo se siente más en estos días de pandemia. “Te dicen que te laves las manos todo el tiempo, pero acá el agua sale de a gotas”, dice María Gaitán, sentada en la vereda junto a su hermana, quien trabajaba en una cooperativa de reciclado de basura que por estos días está inactiva.

La soga donde cuelga la ropa que acaba de lavar María da muestra de que es una madre prolífica y con ingenio: hay que mantener limpios a cuatro chicos, lavar ropa y cocinar cuando se depende del camión cuba que descarga el agua en toneles azules delante de cada vivienda. Los mismos donde beben los caballos que merodean por el lugar.

Es un barrio de calles de tierra donde la gente parece siempre estar en espera: del camión del agua, de más trabajo, de que llueva, de que no llueva, de mejor vida. Se espera y, la mayoría de las veces, en la puerta de cada casa.

En recorrido hacia el sur, por Circunvalación, hay sólo desolación. En Uriburu y Ovidio Lagos se vuelve a ver gente. En espera, pero de que los atienda el verdulero. A buena distancia uno de otro. Y ya en Uriburu al 2300, bajo un techo y sobre un colchón, dos hombres son el mejor ejemplo del que no puede “quedarse en casa” porque viven directamente afuera: afuera de todo.

Piden que alguien les dé una ayuda y los mantengan también en aislamiento. Uno, Daniel, se presenta como “mangueador” y el otro, más joven y de nombre Cristian, como “limpiavidrios”. Curiosamente, ambos tienen barbijos. “Los compré yo para los dos”, asegura Cristian. No sólo ese recaudo mantienen. “Nos higienizábamos en la estación de servicio, pero ahora no nos dejan entrar más”.

    fuente: la capital

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