OPINIÓN
5 de diciembre de 2025
El carnaval en Diputados, reflejo de la decadencia de la educación

Durante siglos, el juramento tuvo un sentido claro: comprometerse ante la Constitución y, según las creencias, ante Dios o la patria.
La ceremonia de jura de diputados, otrora un acto solemne, se ha convertido en un espectáculo lamentable. No lo digo porque añore un pasado sacralizado ni porque crea que el Congreso deba funcionar como sacristía. Lo digo porque un ritual institucional que simboliza la asunción de responsabilidades públicas terminó transformado en una pasarela de consignas improvisadas, ocurrencias personales y gestos performáticos.
Durante siglos, el juramento tuvo un sentido claro: comprometerse ante la Constitución y, según las creencias, ante Dios o la patria. Era un acto de responsabilidad, no de marketing. Desde hace dos décadas, sin embargo, se volvió habitual que cada diputado utilice ese momento para exhibir consignas —muchas veces absurdas— como si la asunción legislativa fuera espacio de propaganda individual.
La discusión no es religiosa, ni moral. Es institucional. Si el juramento deja de representar un compromiso con las reglas y se convierte en un micrófono abierto, el Parlamento deja de parecer un cuerpo deliberativo y se asemeja a un carnaval decadente. Ahí está el problema: cuando el acto fundante del poder legislativo es una caricatura, ¿Qué puede esperarse del resto?
No obstante, quedarse en la crítica estética del show sería demasiado fácil. Lo importante es mirar hacia adelante. Los diputados que ayer hicieron gala de ocurrencias tienen por delante decisiones de enorme complejidad: reformas laborales, impositivas y previsionales que impactarán en millones de personas y que requieren conocimientos técnicos profundos.
¿Están preparados para legislar quienes transforman un acto institucional en un sketch improvisado? La respuesta no es homogénea. Hay legisladores con formación, trayectoria, experiencia. Pero también hay muchos que llegan desde la nada y que carecen de herramientas para comprender las consecuencias de lo que votan.
No es casualidad. Argentina atraviesa hace décadas una crisis educativa estructural, cuyos efectos no se limitan a las escuelas: también llegan al Congreso. Hoy contamos con legisladores menos formados que los de hace 30, 50 u 80 años. No porque antes fuéramos un país iluminado, sino porque ahora el deterioro educativo es visible en cada capa de la vida pública.
El Parlamento no puede ser una oficina de pasantes sin experiencia, ni un set televisivo para improvisadores. Es el ámbito donde se deciden impuestos, jubilaciones, derechos laborales, regulaciones económicas. Para legislar hace falta estudio, experiencia, rigor intelectual. No consignas, no eslóganes, no ocurrencias.
Y sí, hay responsabilidad social y electoral. Los legisladores no caen del cielo: los elegimos nosotros. Esa autocrítica es saludable, siempre que no derive en el cinismo o la resignación.
Si Argentina pretende reformarse —y el Gobierno entrante promete reformas aceleradas y profundas— el debate dependerá menos de los discursos rutilantes y más de la capacidad técnica de quienes votan. Ahí está el verdadero desafío: que el Congreso no esté lleno de improvisadores simpáticos, sino de personas capaces de entender las consecuencias de cada artículo, cada inciso, cada palabra.
No es deseable un país gobernado por iluminados. Pero es insostenible uno gobernado por ignorantes.
Fuente: Cadena 3
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