En el año 2014, la Iglesia Católica advirtió en un comunicado que "Argentina está enferma de violencia", señalando que los hechos delictivos no solamente han aumentado en cantidad, sino también en agresividad. Y nadie tomó nota. Hoy, nada parece haber mejorado. La violencia se manifiesta en todas partes. Los rostros de las víctimas desaparecen rápidamente de las pantallas de la televisión y las portadas de los diarios, mientras que los responsables gozan de una vergonzosa impunidad.

Los barras bravas, que son delincuentes en realidad, hacen negocios y viajan a todos los mundiales con fondos que nunca se conocen, y nadie quiere investigar. Algunos sindicalistas resuelven sus conflictos a los tiros, como nos tienen acostumbrados, por ejemplo, los muchachos de la UOCRA o camioneros. Hace un tiempo, el Episcopado advertía que en nuestro país se promueve una dialéctica que alienta las divisiones y la agresividad. Nos estamos acostumbrando a la violencia verbal, a las calumnias y a la mentira.

En esa violencia discursiva que derramaba desde el poder, nos acostumbramos a vivir durante la última década. Está claro que no es lo mismo la violencia verbal que la física y caer en delitos. Sin embargo, la costumbre hecha carne de tratar al adversario como un enemigo genera un proceso de naturalización de la violencia. Y la violencia se repite en muchos lugares, siendo uno de los más preocupantes las escuelas.

Si el ejemplo que viene de arriba es lamentable, es lógico que esto ocurra. Lo hace el presidente, lo hace la vice, lo hace un diputado, lo hace un senador, lo hace un dirigente gremial, lo hace un intendente. Esta semana en San Martín, provincia de Buenos Aires, una maestra recibió un golpe de puño en el ojo al retirarse de la escuela. La agresión fue tan grave que podría perder la visión de ese ojo, lo que generó un paro y movilización de la comunidad educativa.

Hace dos semanas, en City Bell, cerca de La Plata, tras una pelea entre alumnos en el recreo, docentes y directivos fueron agredidos con empujones, golpes de puño, sillas arrojadas y tirones de cabello. ¿Usted se imagina un alumno tirándole del pelo a la maestra? ¿Es posible imaginar esa escena? Bueno, imaginar hasta cuesta, pero pasó. Fue real. El 30 de mayo, un padre ingresó a una escuela en Zapala, Neuquén, y golpeó a dos docentes para reclamar por un vapeador que le habían sacado a su hijo. Menos de un mes antes, en la misma provincia, una madre y su hija golpearon a la directora de una escuela hasta desfigurarla porque le habría llamado la atención a su otra hija.

Un estudio de la Unión de Docentes Argentinos indica que el 70% de los maestros está preocupado por la violencia en las escuelas. Un 48% se siente desprotegido y un 36% teme por su integridad física. La pregunta es si vamos a seguir así, sin hacer nada frente a este fenómeno que crece. Es indispensable contar con estadísticas oficiales, actualizadas y sistematizadas sobre agresiones a docentes para poder monitorear esta tendencia y diseñar políticas adecuadas.

Esto implica también asignar recursos. Se necesitan protocolos claros de protección, desde la seguridad física en los establecimientos hasta los canales de denuncia y de apoyo psicológico. La violencia y otros delitos son hijos de la impunidad. La Iglesia Católica decía hace 11 años que "Argentina está enferma de violencia". ¿Y qué se hace desde arriba? Lo que vemos, nada. ¿Y cómo se nos siguen tratando? Como perros. Nos dicen cualquier cosa. ¿Y qué hacen los chicos? Maman todo eso.

Tanto la política como la justicia tienen que estar a la altura de los acontecimientos. Siempre lo mismo aquí, siempre lo mismo. Vemos el semáforo con la luz amarilla y no paramos. Flor de luz amarilla, la violencia por doquier. Las ignoramos. Después llega la luz roja y siempre es tarde. No es tarea sencilla, pero nos encantaría escuchar a funcionarios que digan que la única salida posible es el respeto por el prójimo y que la convivencia tiene que ser la moneda corriente del día. Una persona que no piensa como uno no es un enemigo. Es eso, simplemente una persona que no piensa como uno.